Como pocos artistas en la historia de la música popular, Kurt Donald Cobain siempre encarnó lo que dicen sus canciones...
Una vida llena de angustias, precariedades, incomprensión y atados varios que criaron una rabia no solo contra el sistema o lo que representaba, sino contra el ejercicio de levantarse en la mañana y vivir.
Para Cobain, vivir fue una carga y, como muchos que llegan a sentir esa extrema sensación, buscó en el arte una forma de desahogo. Y de pronto, sus particulares visiones sobre el mundo y las relaciones no solo eran de él y sus amigos. Primero fue la escena alternativa de su ciudad, Seattle, la que encontró en él a un lider, después fue el país y buena parte de la humanidad.
El desencanto de lo cotidiano ya no era solo parte de su vida y la de todos sus seguidores, sino que vino a ser además la salvación para la industria del rock, que tras los brillantes y chillones años 80 llenos de glam, necesitaba volver a lo más elemental.
Con cólicos incontrolables en el estómago que nunca pudo descubrir la causa, Kurt Cobain hizo trizas su garganta al mando de Nirvana y, para muchos, dio pasos firmes a la refundación del rock en su estado más puro. Con esas canciones llegaron hordas de fanáticos identificados con su obra, vicios para escapar del día a día, fama planetaria y una atención que fue inversamente proporcional a las ganas que él tenía de ser seguido y observado.
Pero el desgarro, la rabia y todo lo malo de vivir fue el sustento no solo de un fenómeno en la historia de la música contemporánea, sino de una revolución en la forma de enfrentar ese mágico y loco proceso de escribir una canción: Hacerla desde lo que menos gusta, lo que más molesta y que es incómodo de abordar.
Por eso es que a Cobain lo queremos y recordamos así: Porque supo decir de la manera más bella, épica e intensa todas esas cosas malas, feas y destructivas que cuesta tanto decir, pero tan poco sentir.