Los recuerdos de una noche afortunada.
Por Rocio Novoa
Fotos gentileza de DG Medios
Las grullas que adornaban el escenario del Movistar Arena, según las creencias orientales, eran de por sí un augurio de buena suerte. Pero cuando las luces se apagaron y Norah Jones, la hija de Ravi Shankar como nos recuerda siempre Chico Jano, apareció en el escenariod esa suerte se traspasó a todos los que llegamos a su encuentro.
Con un lindo vestido azul, Norah se sentó primero al piano donde interpretó un cover del imprescindible maestro del blues, Hank Williams. De ahí en adelante el concierto se desarrolló en un equilibrio entre sus canciones más cercanas al jazz y el blues, pero también otras más encendidas, pertenecientes a “Little Broken Hearts”, el disco que la trajo nuevamente a nuestro país.
La gracia radicó en cómo Jones achicó el lugar hasta convertir el escenario en un imán que solo atraía buena onda y cercanía. Así pasó más de hora y media de un show que sonó muy bien y que el único puntito negro que tuvo fue la cantidad de gente que hasta bien avanzado el show aún tomaba ubicación. Mal por ellos que se perdieron un concierto que no pudo más de cálido, sencillo y agradable.
Aunque lo mejor vino al final. En el encore, Norah Jones volvió con sus músicos todos reunidos alrededor de un micrófono y casi unplugged para interpretar Sunrise y Come Away With Me, dos auténticos neoclásicos. La batería cambió por sutiles percusiones y el bajo por un acordeón, lo que le dio a las versiones una intimidad que conmovía.
Definitivamente una experiencia mágica que se mantuvo hasta el último segundo.